lunes, 14 de marzo de 2011

Vuelta atrás

Levantó la vista para echar un vistazo general, y todo parecía estar a punto. Dio unos cuantos pasos para situarse al otro lado y comprobó, desde otra perspectiva, que, efectivamente, todo estaba listo. Subió al taburete y mantuvo el equilibrio unos segundos, mientras su mente se concentraba en lo que ocurriría instantes después, si es que finalmente se atrevía. Ajustó la cuerda a su cuello y cerró los ojos, dispuesto a dejarse caer. Se impulsaría lo justo para que al precipitarse y, tras el primer balanceo, se volcara el taburete sobre el que aún estaba apoyado, asegurándose así de que no hubiera vuelta atrás.

Una vez hubo visualizado lo que iba a hacer, cogió la que sería su última bocanada de aire y su vello se erizó, como si le pidiera clemencia, como si supiera de antemano el error que iba a cometer, como si predijera que esa señora de negro se le acercaba... Ignorando éstas y otras muchas sensaciones que lo aferraban a la vida, y secándose una última lágrima que apenas había recorrido un cuarto de su rostro, olvidando todo, se lanzó al vacío. Inmediatamente después la cuerda oprimió su tráquea y quedó suspendido en el aire, perdiendo el absoluto control de su cuerpo. Por suerte, o por desgracia, el impulso inicial bastó para que la banqueta cayera al suelo. Ya no había vuelta atrás.

La habitación se tornó oscura y borrosa. Se conservaba consciente, aunque no por mucho tiempo, y los recuerdos se arremolinaban, dejándole durante eternas centésimas de segundo una imagen congelada, un fotograma de la película de su vida. Su mente, como despedida, le rendía un homenaje a toda una vida juntos.
El techo se desvanecía, perdía el conocimiento, pero no quedaba en un vacío de color negro azabache, sino que su mente lo encerraba en sí mismo, llevándole hasta el momento en el que, en una clase vacía, se encontraba hablando con un profesor vestido con camisa de cuadros y pantalones de pana, pero cubierto casi por completo por una extraña bata blanca:

- ¿No crees que esta vez te has pasado? – le decía. Hablaba con voz autoritaria, pero suave a la vez, como la de una madre que reprende a su hijo por una pequeña travesura mientras éste le sonríe pícaramente. La única diferencia estaba en que la travesura no era ni mucho menos una travesura, tampoco era pequeña y el niño, que era él mismo, no sonreía en absoluto.
- Sí… - lo dijo casi en silencio, y la afirmación quedó ahogada por un sollozo.
- No quiero hacerte sentir mal, porque tú sabes hacerlo solo, y tampoco quiero quitarle importancia al asunto, porque tiene y mucha, solo te diré que…
-¿Qué? – atisbó un haz de luz al final del túnel, sintió que tenía la posibilidad de escuchar una excusa que le permitiría escapar de toda reprimenda.
- Que eres idiota – respondió serenamente. No significó un insulto, pero pudo tomarlo como tal y así lo hizo.

Llevaba suspendido unos 30 segundos y empezaba a notar los efectos de la falta de aire. No necesitaba un espejo para saber que su cara, al principio roja, había empezado a tornarse morada. De nuevo se vio en medio de un remolino de recuerdos, de los que solo distinguió algunas caras. No sabía cómo ni por qué, pero logró parar el remolino, y concentrarse en identificar una de ellas. Se trataba de la cara de un muchacho de su misma edad, pero que le doblaba en peso y estatura y al que podía haber considerado su mejor amigo de no haber sido tan egoísta como para tener amigos:

- Tío, te has pasado tres pueblos. – lo decía con el tono más autoritario que podía utilizar, pero con un deje de cariño en su voz, pues no quería hacer daño a su amigo
- Lo sé y me siento mal. – reconoció. – No tanto conmigo mismo como debería, sino por ella, porque se ha chivado.
- ¿Chivado? – le lanzó una mirada muy significativa y prosiguió. – Se lo has puesto en bandeja. Sabes que te odia, y le has dado la oportunidad perfecta. ¿A quién se le ocurre escribir todo aquello en un avión de papel?
- Cierto, soy idiota pero… ¿Soy un delincuente? Dime, ¿lo soy?
- Te has comportado como tal.
- Es todo lo que necesitaba oír. – lo dijo con el tono más frío que pudo, arrastrando cada palabra, intentando hacer daño en cada sílaba, esperando que se arrepintiera de haberlo reconocido como delincuente y que le pidiera perdón.

Recuperó la sensación de soledad que sintió en ese momento. Si hasta entonces casi se había acostumbrado a vivir sin depender de nadie, ahora la verdad le caía como un ladrillo en la cabeza, y lo enterraba en una tierra ya de por sí débil, en una sensación que, aunque estaba siendo recordada, solo pudo ser interrumpida cuando, tras un movimiento brusco, notó que una pocas gotas de sangre resbalaban por su garganta. La angustia lo mataba. Sentía que el fin estaba cerca y lo aguardaba. No podía más que esperar a que todo acabara, y que acabara tan pronto como fuera posible. Sintió que ese momento estaba cerca, pues pensó que el dolor que soportaba en su cuello iba a matarlo antes incluso que la falta de aire.

Haciendo un esfuerzo casi sobrehumano, pidiéndole un último favor a la vida, se sumergió de nuevo en la inconciencia, en busca de ese estado en el que veía los recuerdos pasar por delante suyo. De esta manera, trataba de agarrarse a un último recuerdo. El más importante de todos en los que se había detenido. El que probablemente sería la causa de su muerte, la causa de que ahora estuviera colgando a escasos treinta centímetros del suelo, con una soga en el cuello que le producía un dolor atroz y que le impedía respirar por completo. Pudo reconocer unas manos como suyas que doblaban un papel, dándole forma de avión. Sin dudarlo dos veces, pero sin saber cómo, se adentró sin miedo alguno en ese recuerdo (¿Para qué tener miedo si ya estaba muerto?):

Se encontró en una situación que no había experimentado en su vida. Se veía a sí mismo, pero, ¿qué es lo que oía? Escuchaba dos voces discutiendo acaloradamente. Parecería algo normal, salvo porque se encontraba en una clase de adolescentes que atendían a una aburrida lección de historia impartida por el profesor con la voz más monótona que jamás había escuchado. Sin embargo, mientras sólo atendían unos pocos y mientras la gran mayoría, recostados sobre las mesas, miraban distraídamente al techo o simplemente cerraban los ojos en un intento desesperado de escapar de aquel calvario que era la Alta Edad Media, en su cabeza se estaba produciendo una salvaje lucha bien-mal, aunque parecía que sólo estaba haciendo un avión de papel. Eso sí, doblándolo con un poquito más de rabia de lo que sería habitual.

No era la típica escena de un ángel a la derecha y un demonio a la izquierda. El enfrentamiento se producía dentro de su cabeza, sin distinguir el lugar y ni siquiera que voz era la buena y cuál la mala, pues ambas eran la misma voz: su conciencia. Se concentró ahora en el papel que tanto se esforzaba en doblar. Distinguió una serie de insultos, unos tras otros, escritos de su puño y letra. Un escalofrío recorrió su espalda (no supo si la que colgaba de la soga, o la del recuerdo).
Qué arrepentido estaba de aquello. ¿No había vuelta atrás? Siempre reconoció que era una estupidez. No el qué, sino el cómo. Si hubiera pronunciado las mismas palabras a la misma persona y en presencia de algunos testigos, quizás todo hubiese sido menos. Pero, ¿cómo pudo ser tan estúpido como para escribirlas, y aún más para lanzárselas en forma de avión de papel? Estaba dejando evidencias escritas, que no iban a pasar impunes a la vista de quienquiera que las viera.

Ahora no podía cambiarlo, y la impotencia dejó caer un par de lágrimas, que se mezclaron con las ya producidas por el dolor. Había cometido un error, y había puesto demasiado alto el listón de su castigo. ¿Es la muerte un castigo ejemplar, aun cuando se la deseas a otra persona? No lo creía, pero como dijo una vez: “Si todos terminásemos lo que nos hemos propuesto hacer, habría muchos menos idiotas en el mundo”. Eso era él, otro idiota. Quizás con algo más de determinación, pero otro idiota más, un idiota que colgaba a escasos treinta centímetros del suelo, un idiota que lloraba desconsolado antes de su muerte, un idiota que gritaría si la cuerda no le estuviera estrangulando tan fuertemente.

¡Crac! Se liberó de aquella horrible presión y antes de tocar el suelo dio una amplia bocanada de aire, la más disfrutada de toda su vida, vida que ahora tenía por delante. La lámpara a la que había sujetado se desprendió del techo. Su cabeza tuvo suerte de que ésta no le cayera encima, pero no así su hombro izquierdo. Cayó al suelo de pie, aunque se desplomó casi al instante por el impacto de la lámpara. Tirado en una extraña postura, respirando costosamente, con el cuello lastimado y cubierto de sangre, con un dolor de hombro que reflejaba una clavícula rota y llorando de dolor, tuvo conciencia de la estupidez que acababa de hacer, y de lo estúpido que había sido al colgarse de una sujeción tan frágil.

¿Era esto un intento fallido o una señal de que aquel no era el momento? No lo supo, pero la próxima vez se aseguraría de conseguir una cuerda de mejor calidad, que resistiera su peso el tiempo suficiente para dejarlo morir y un punto de apoyo que no se rompiera. Solo así se aseguraría de que no habría vuelta atrás.


P.D: Este relato, escrito hace casi 2 años, obtuvo el primer premio en el concurso literario del instituto.